Pocas veces se siente esa esplendorosa sensación de conectarse vitalmente con una. La
primera vez que lo viví tiene que ver con un recuerdo borroso, pero neciamente agarrado
en mi mente. No entiendo sí es tan borroso, casi como una película rayada, cómo es que ha
podido perdurar en el tiempo. En los segundos que me detengo a rememorarlo, flota en mi
mente como un sueño, pero luego, de él, desciende una verdad tan poderosa que llego a la
conclusión que ese recuerdo no puede ser producto de un sueño. La nombro la verdad por
lo que ha significado en mi vida: un sencillo momento que apunta un antes y un después.
¿Cuál es esa verdad que marca un antes y un después?
Que yo existo con una cara ajena, irreconocible, que no se parece a mi voz, a mis pasos, a
mis movimientos, a mi ser, pero que esa cara iba a estar siempre conmigo y tenía que
aprender a reconocerla, es decir tenía-tengo- que aprender a conocerme.
Esa verdad se posó en mí cuando me observe por primera vez delante de un espejo.
¿Qué nos dice ese momento fugaz de la primera vez que nos vimos en el espejo?
El recuerdo retrata a una voz tan lejana que se transforma en mi mente a una voz surreal y
fantasmal. Un recuerdo de mi niña, muy niña, miniatura del bosque hecho de edificios
temerosamente altos y con secretos detrás de cada puerta, de cada apartamento donde
pasaban vidas tan extrañas. Una niña extrañada por el mundo que ya no es un parque de
juegos si no que es un mundo asombroso, pero también preocupante y miedoso, además
extrañada por el frágil mundo que la envuelve: su cuerpo.
Recuerdo un espejo de madera en la habitación de mi madre, el color de aquella madera
era café, y el espejo tenía manchas negras, creo. En ese espejo me vi por primera vez. De
frente a mí, vi una mirada confundida por todo lo que se le presentaba por primera vez y
que ni tiene la más remota idea de ¿qué es?: - ¿esa es mi cara? ¿esa soy yo? ¿así me veo? -.
Una mirada confundida e igual exploradora y descubridora de incógnitas novedades.
Incógnitas como mi cara. No recuerdo que hice después solo existe en el centro de mi esa niña que solo se queda quieta como para siempre mirándose/preguntándose,
mirándose/preguntándose: afirmándose en la existencia.
La mujer que se mira desde esa primera vez he sido hasta ahora, además lo seguiré siendo
(eso espero, esto se trata también de ser una afirmación para el futuro). Mirarse tiene que
ver con el observarse de manera constante, reconocer que la única forma de conocerse es al mirarse con detenimiento en el instante, pero igual de forma prolongada durante la
existencia, que tiene que ver con observarse desde unos patrones, los cuales vengo
socavando.
Mirarse en los espejos de las casas, en los espejos de los establecimientos, en los espejos de la calle no es un síntoma de vanidad, es aprender a mirar más allá del reflejo, es ver la
totalidad de un camino recorrido y un camino de posibilidades, refinar la vista que permite
conocerse y decidir, es también una reafirmación de la existencia que al verme y recordar
que soy ¡verdad!
Respondiendo a las preguntas del recuerdo borroso de mi niña: sí es mi cara, sí soy yo y así me veo.
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